Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Vivan las cadenas (I)

Me enfado al leer una entrevista a Napoleoni sobre “Maonomics”. Tendré que leer el libro para ver qué dice exactamente.

El caso es que en la entrevista parece sugerir que quizás el sistema chino, que supuestamente da de comer a su gente, sea mejor que la democracia occidental.

No sé por qué me choca y me enfado tanto.

Las crisis económicas y la degeneración política -nada es nuevo, el mundo ya ha pasado por esto anteriormente- siempre han sido un caldo de cultivo excelente para que algunos suspiren por tener cadenas. O sea, esclavos, pero que nos alimenten.

Para ese viaje me parece que no hacen falta muchas alforjas, por cierto. Es ya un viejo lema.

De hecho, así nació el fascismo y el nacionalsocialismo (huy… nacional y socialismo, ¿de qué me suena?...)

Es más, algunas de las propuestas de los indignados iban en esa línea: más Estado, no menos.

La libertad cuesta, los excesos del sistema democrático han sido muchos, la inmoralidad reinante evidente, pero la solución creo yo que no puede ser una dictadura, ni de un signo ni de otro, eliminando derechos y libertades que han costado mucho a muchas personas, que todavía cuestan (conviene ver qué están haciendo en China los críticos, o en Cuba, etc.)

Pero además, que yo sepa, los chinos no comen todos, y, de hecho, las diferencias entre ellos son de espanto. Como ha ocurrido en diversas dictaduras que, con la coartada de la igualdad y dar de comer a su gente, han cometido todo tipo de tropelías y han dejado a sus países devastados. Solo hace falta darse una vuelta por la antigua Europa del Este.

Eso sí, hay chinos que hacen negocios muy suculentos. Y quizás al final de la "provocadora idea" de Napoleoni lo que haya es eso: poder hacer negocios con los chinos, sea como sea.

En esas estamos, en un revival del "Vivan las cadenas" de Fernando VII.

Para reírme y pasar página me acuerdo de Fernán Gómez en la película aquella de Stico. Ser catedrático de derecho romano no le permitía vivir decentemente, por eso se ofrece de esclavo a un ex-alumno, una comedia estupenda de Armiñán.

Seguiré con esto.

lunes, 26 de septiembre de 2011

La punzada

Lo sentía en el primer minuto del año. En ese instante de abrazos, petardos y fuegos artificiales, notaba el alfilerazo tras el champán y la esperanza. También en las bodas, entre Tobías, San Pablo, las bienaventuranzas, el cóctel y el baile. Pero ahí el pellizco escocía como en la infancia nos escuecen las rodillas al caernos de la bici y despellejarnos. Sorbiéndose las lágrimas, como si no pasara nada, el hueco se le hacía cada vez más profundo, más grande.

No se llamaba como decía ni tampoco tenía esos años. Hora y media al teléfono y luego toda una tarde hablando. Solidez, calma y amparo. Un hombre bueno no se encuentra en cualquier parte. “Sana, sana, culito de rana…” Alcohol en la herida soplando porque abrasa.“Ya pasó, ya pasó, ¿ves como todo se pasa?…”

Desapareció aquella punzada y se afiló la navajita de la distancia. Ya no podía vivir sin él a su lado. Le faltaba el aire.



PS: Título original del cuento de Gonzalo Pérez, gracias, guapo.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Merced

1. f. Premio o galardón que se da por el trabajo.

2. f. Dádiva o gracia de empleos o dignidades, rentas, etc., que los reyes o señores hacen a sus súbditos.

3. f. Beneficio gracioso que se hace a alguien, aunque sea de igual a igual.

4. f. Voluntad o arbitrio de alguien. Está a merced de su amigo

5. f. Tratamiento o título de cortesía que se usaba con aquellos que no tenían título o grado por donde se les debieran otros tratamientos superiores. Vuestra o su merced

6. f. Der. En el contrato de arrendamiento, renta o precio.

7. f. ant. Misericordia, perdón.

Casi todos los significados hoy, fiesta de la Virgen, y día de boda de dos (ya dos, esta tarde) muy queridos familiares.

¡Lo vamos a pasar en grande! ¡Felicidades!

viernes, 23 de septiembre de 2011

Tempus fugit

El otoño entró hoy a las 11.05.

Ayer en el Spar ya tenían los turrones y mazapanes dispuestos.

Definitivamente, Tempus fugit.


Mandy,

martes, 20 de septiembre de 2011

Stella (La soledad de la infancia)

Fuimos a ver Stella, una película francesa dirigida por Sylvie Verheyde hace más de dos años.

Trata sobre una niña preadolescente que vive en un bar que su madre regenta en los años 70. Sus padres la quieren pero no la atienden. El bar es frecuentado por personas violentas, alcoholizadas, un lumpen a veces hasta amigable, un ambiente donde la niña sale y entra sin que se le preste atención casi. Ella va a un nuevo colegio donde las niñas son "de las protegidas", como dice ella. No hace amistades, salvo cuando aparece Gladys, una niña judía hija de argentinos exiliados que le hace caso.

La infancia puede no ser un lugar cálido y de amparo. Puede ser sentirse sola, diferente y saber que no encajas.

Hay soledades de niños en un patio, en el recreo, en clase, hasta en su casa. Hay niños que miran y saben qué está pasando y tienen que seguir adelante como pueden, sin quejarse y sin dramas. Este película lo cuenta con delicadeza, no es tremendista, pero narra ese mundo interior y exterior con elipisis pero sin ahorrarse nada.

¿Qué cuenta? La resistencia para invitar a alguien cuando tu casa y tus padres son diferentes, las ganas de quedarte en casa de otra niña, la envidia cuando no es envidia de mirar a otros que tienen lo que tú no tienes. Saber que no vistes de forma adecuada, que no eres lo suficientemente guay aunque cambies de ropa. El querer pegarse a alguien guapo y aplicado a ver si así tú acabas siendo como ella. Maquillarse como una mona para la primera fiesta, con Umberto Tozzi cantando "Ti amo" en una casa donde los padres sí están al tanto. El flou del primer enamoramiento, verte a él y a ti rodeados de luz y de niebla. El miedo a la oscuridad de quien ha aprendido a defenderse y a atacar con violencia, pero es muy vulnerable y tiene miedo de todo aunque nadie se dé cuenta. Las amistades que los mayores censuran como peligrosas, y las otras que son las realmente peligrosas.

Stella es una película donde la cámara se acerca al rostro de los niños continuamente, no se separa de sus ojos, de la piel, de su mirada. Los actores de Stella son impresionantemente buenos y la protagonista es un verdadero prodigio actuando: te la crees desde la primera escena, ella bailando como si fuera mayor.

Como muchos otros antes, en los 70, -ahora no sería el caso, porque la televisión ha hecho su zapa y a lo que se aspira es a ser ricos, populares y todavía más zafios- esta niña, Stella, intuye que solo a través de la escuela, de la educación, puede salir de ese mundo de sus padres que no es siniestro para ella, pero sí sin horizontes, pobre y plano. Tiene profesores buenos, malos y espantosos, sin cargar las tintas, pero los tiene. Los libros, la lectura, pueden ser un refugio a los once años.

Ésta es una película estupendamente hecha, triste, y a la vez con un destello de esperanza. Refleja perfectamente la preadolescencia de una niña de los años 70 en un ambiente que no es el mejor para que sea educada. Estás con el alma en vilo porque sabes que puede pasar algo. Y pasa sin que pase nada. Forma parte del paisaje.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Vida de pueblo

Me ha dejado hecha polvo el último diario de Màrai. Necesito otra lectura en vena y rápido. La vejez asusta, pero en soledad, esa soledad estadounidense, aterra. Creo que hay una soledad estadounidense como hay otra europea.

Ayer hice vida de pueblo. Salí de misa y me fui al bar. Clarete y pulga, lectura de periódicos. El festival de Hay está en Segovia. Hablé con las vecinas, un corrillo de ellas sentadas al solecito en La Parra. "Me dice el médico que salga". A mí no me lo dice, pero como si me lo dijera. Lo mismo en Urueña. Hay que salir, no meterse en casa.

Es difícil el equilibrio entre el sosiego para poder concentrarse en lo que haces, lees o escribes, y el no ensimismarte en exceso. El teléfono e internet pueden ayudar, pero lo mejor es verse y escuchar. Hay mucho ruido a veces, y no siempre es de fuera.

Hoy vinieron Carlos y su mujer a verme. El abono de sus ovejas le ha venido al jardín muy bien, lo agradece. Crecen los membrillos. Carlos le va a hacer un injerto a uno con una rama de peral, veremos.

Hay una soledad urbana como hay otra rural. Escucho a Olga Román  y me animo inmediatamente. Dice ella que es lenta. Por eso es tan bueno lo que hace. Bendito sosiego.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Márai y septiembre


Acabo el diario de Márai esta mañana antes del riego y de irme a Urueña. Empecé por el último, el correspondiente a 1984-1989. La edición de Salamandra reproduce la última anotación a mano, antes de suicidarse.

Lucidez, emoción  y una tristeza profunda, desconsuelo. La feroz vejez, la fragilidad y la consciencia. También la conciencia. Su mujer, L., casi ciega y muy enferma, los cuidados que requiere, luego su muerte. Y más muerte.

Todo es muerte y una cabeza espléndida. También amor. Al final solo se alimenta de la lectura de los diarios de su mujer. Y de esos sueños o no sueños donde ella le habla y le cuenta desde el otro lado. Mucha soledad y una desesperanza completa. 

Acaba el verano y empieza el otoño. La Virgen de la Merced el próximo sábado. En éste luce el sol y hace bueno. Se fueron mis tíos y les echo de menos. Tengo un pulgón que amenaza las adelfas. Disciplina en el jardín, fijar y seguir una rutina de tareas. Lo mismo al escribir. Siempre el doble de lectura que de escritura, propósito para siempre.

Hay una familia de lo que creo que son currucas viviendo entre la casa de mis tíos, la de mi prima y la nuestra. Pero las moscas se ponen insoportables en septiembre. Se pegan a la pantalla del ordenador en cuanto pueden. 

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La deuda (La verdad cicatrizada)

Fuimos a ver “La deuda” que se estrenó la pasada semana en España. Trata sobre una misión del Mosad en los años sesenta, tres jóvenes de menos de treinta años que entran en Berlín Oriental para llevarse a quien sospechan que fue médico, un nombre nada adecuado, más bien un carnicero que hizo barbaridades en un campo de concentración nazi. Y hasta aquí puede contarse. Treinta y tantos años más tarde alguien muy allegado escribe un libro sobre aquellos héroes, una mujer y dos hombres. El libro se presenta en sociedad y los tres vuelven a encontrarse. Y ocurre algo que no estaba previsto. De nuevo hasta aquí puede contarse.

“La deuda” trata sobre la justicia y la verdad, no sobre la venganza, y sobre el espanto que nos causa un ser humano que a veces preferiríamos llamarle loco y no solo malvado. Aborda la vulnerabilidad y el valor, dos cualidades complementarias. Sin sentir miedo al sabernos vulnerables la valentía sería temeridad, no coraje. Tiene más carne esta película que la de un thriller. Hay una historia de amor, otra de lealtades y traiciones, y otra, me parece que la más importante, sobre personas a quienes les resulta difícil vivir consigo mismas si no son honradas.

“La deuda” es una película brillante con un guión que te mantiene pegada al asiento, incluyendo dos giros de la historia que vuelven a enredarte cuando ya crees que se ha resuelto la trama. Tiene una fotografía espléndida y muy cuidada y una interpretación excelente, con Helen Mirren a la cabeza, seguida de un buenísimo reparto, los tres actores jóvenes medidos y exactos en las emociones.

Vale la pena este thriller donde la verdad es como la cicatriz que una mujer ha llevado en la cara durante muchos años y que de nuevo se abre.

martes, 13 de septiembre de 2011

Un matrimonio feliz (La gracia)

Desde hace unos años sé que la editorial Libros del Asteroide no me defrauda. Me la aconsejó Adolfo Torrecilla, uno de mis críticos de referencia en cuestiones literarias. Es una editorial joven con autores que yo no conocía de nada, como Nancy Mitford o Wallace Stagner, que ahora me encantan, me he hecho fan, y otros que ya me gustaban, como Steinbeck. Aunque la mayoría me son todavía totalmente desconocidos, así que me relamo pensando en lo que seguramente me espera.

Acabo de leer en dicha editorial a Rafael Yglesias y su libro “Un matrimonio feliz” que me ha parecido una novela emocionante. La he leído en apenas un día porque realmente no podía dejarla. Creo que es el mejor elogio que puedo hacerle, junto al de saber que será algo que volveré a leer pasado un tiempo.

Esta parece ser una novela autobiográfica: el protagonista fue novelista precoz, hijo de escritores, convertido en guionista para sacar adelante a su familia, padre de dos hijos y marido de Margaret, que murió de un cáncer, todo lo cual comparte con el autor, Rafael Yglesias. Todo lo cual, perdón por la repetición, no importa nada, porque lo que esta novela cuenta es casi igual que esté o no basado en hechos reales, que diría un telefilm americano. Lo verdaderamente importante es el modo en que está contado, como también lo que cuenta, por supuesto.

La materia de esta novela es la vida matrimonial de una pareja como muchas, nada excepcional. Y ahí está lo interesante.

El encuentro y el adiós son los dos tempos fundamentales en los que Rafael se detiene en esta historia. Y lo hace con el detalle de una cámara de cine por la riqueza visual de lo que describe, utilizando además otra segunda cámara, la de los sentimientos y pensamientos desde la voz del que narra. Yglesias utiliza ambas en el relato.

Primer tiempo: cómo el protagonista conoce a esa mujer que le deslumbra cuando él no es nada más que un joven prodigio literato, huraño y confuso, y ella es una recién licenciada alegre, decidida y sociable. Cómo se enamora él, como un ternero, y qué pasa en esos primeros encuentros, las dudas, la decisión, la soledad, el necesitar a otra persona a tu lado y no estar seguro de nada.

El segundo tiempo, el del adios: cómo ella, tras un cáncer devastador, decide despedirse y morir en su casa con ayuda de él, dedicando un tiempo a cada persona que ama, sin prolongar tratamientos, con la muerte de frente, impresionante.

Y en medio de estos dos tiempos toda una vida de muchos años en común, de los altos y bajos de un matrimonio, de momentos realmente malos y luego buenos, de problemas de dinero, de adaptación del uno al otro y a las dos familias, de sueños y realidades, de Nueva York, de amigos, de una infidelidad que casi acaba con un matrimonio cuando apenas había empezado, de volver a comenzar y volver a encontrarse, de silencios y palabras, de secretos y verdades.

¿Cuál es la trama de esta novela? La trama, el nudo y el desenlace, es cómo el amor se hace y se deshace y vuelve a nacer entre un hombre y una mujer ambos limitados. Ella ciertamente controladora, él taciturno y egoísta. Y a la vez ella generosa y encantadora y buena madre y él también capaz de entregarse y entender algo y buen padre e hijo y… Ambos personajes son muchos rasgos a la vez, capaces e incapaces, complejos y simples, humanos en definitiva. A mí me parece que si una novela no capta la complejidad humana es mala, y creo que esta es muy buena.

“Un matrimonio feliz” cuenta la historia de Enrique y Margaret que es única y a la vez común. Que él sea escritor no dice nada realmente importante. Ser escritor no es importante para la vida, es totalmente secundario. Y a ella, a Margaret, como le cuenta un día a él, a Enrique, le basta con vivir, no le hace falta el arte, en su caso la pintura, que deja de lado, no porque no sirva, no tenga la voluntad necesaria, no pueda soportar los noes o no reciba el apoyo necesario de su cónyuge. Es más simple: no le hace falta.

Vivir es también todos esos cuidados finales de Enrique estando al lado de Margaret, ella sufriendo, muriéndose a chorros: cambiar suero y medicación, vigilar catéter, buscar sábanas y colchas en un armario, y, sobre todo, ver que se te va quien amas y no quieres que sufra más, tener el tiempo para decirle lo que no has podido decirle y que es tan importante. Todo está narrado sin melodramas, como es, ya es suficiente como para cargar las tintas ni literariamente hablando. La realidad y la ficción bastan.

Leo pocas novelas contemporáneas que me cuenten algo interesante de la vida matrimonial, algo que a mí me diga algo. Me pasa igual con el cine con excepciones muy puntuales. Supongo que es sintomático de lo que se escribe hoy, de lo que se vive quizás, de nuestra mirada. Creo sin embargo que el matrimonio es buena materia prima para una novela o el cine, como lo es la muerte, el dolor, el engaño, la infancia y todo lo humano que merece contarse, que nos contemos, que nos cuenten.

“Un matrimonio feliz” narra con tono y estilo propio ese temblor suave, la gracia, que planea entre dos seres que prometieron amarse hasta que la muerte los separase. En este caso entre un judío de origen hispano y una judía de origen askenazi, Enrique Sabas y Margaret Cohen. Bien pudieron ser en parte Rafael Yglesias y su mujer Margaret, aunque insisto que me parece lo de menos que esté o no basado en hechos reales. A mi me ha gustado muchísimo y me parece una novela muy recomendable, distinta y realmente chocante hoy por excepcional. No me extraña que fuera premio Los Angeles Time a la mejor novela de 2009. Además, está excelentemente traducida por Damià Alou.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Los cuentos del aligator

Cuando éramos pequeños mi padre trabajaba hasta tarde y le esperábamos con muchas ganas. No recuerdo bien, pero supongo que era, como tantos de la época, pluriempleado. El caso es que un día que volvió, los tres hermanos rodeándole tras darle el beso de bienvenida, comenzó una historia que nos duró años.

Se trataba del aligator, un cocodrilo en inglés, o quizás una clase de cocodrilo más delgado y pequeño, los expertos sabrán. Mi padre lo llamaba así: el aligator.

El animal en cuestión estaba de incógnito entre los humanos, pero él, mi padre, se lo encontraba.

Podía ser en un ascensor lleno, en mitad de la calle, cuando iba a una tienda, en un autobús o haciendo la cola en una ventanilla. Allí estaba el aligator, verde y ocupado. Sólo mi padre se daba cuenta. Sólo él era capaz de descubrir su cola larga, sus dientecillos afilados, esos ojos inquietos que se mueven muy rápido, o las garras de uñas negras y curvadas casi ocultas por las mangas.

El aligator tenía una misión que no estaba clara. ¿Qué hacía allí, en mitad de Madrid, vestido con una gabardina que lo tapaba, con su traje debajo, pantalón, chaqueta y corbata, como iba mi padre en los días de diario? Nunca lo supimos porque mi padre no se lo preguntaba. Sólo sabía que un aligator vivía en la misma ciudad que nosotros y se confundía con la gente, aunque, de vez en cuando, mi padre podía distinguirlo y hasta saludarle. "Buenas tardes, señor aligator..."

“Papá, papá, papá... ¿viste hoy al aligator?" era la eterna pregunta al llegar a casa.

“Sí, lo vi. Estaba subiendo las escaleras delante de mí. Nos saludamos, pero él iba al primer piso y pasó de largo...”

Entonces imaginábamos a qué podía haber ido allí, qué asunto tendría que resolver el aligator. Esto nos entretenía mucho, elucubrar qué podía hacer el lagarto verde en tal o cual sitio.

“Y hoy, hoy,... ¿lo viste, papá?, ¿dónde estaba?, ¿te lo encontraste?...” Los tres esperando cada noche nuestra ración de aligator.

“Hoy no lo vi, ya lo siento, hijos... quizá mañana. Llovía mucho y a lo mejor con paraguas no lo distinguí bien, vamos todos muy rápido…”

Nos quedábamos tranquilos los hermanos porque no todos los días mi padre veía al aligator. Ya sería en otra ocasión.

Así estuvimos mucho tiempo. Incluso cuando ya dejamos de creer en lagartos grandes que se pasaban por la calle, nos encantaban las historias de mi padre, esos breves encuentros, el no saber realmente qué le tenía ocupado, por qué estaba un aligator, que es un animal selvático, en mitad de Madrid, tan campante.

Yo esto no lo he querido hablar con mis hermanos. Hay cosas que no se hablan. Pero estoy totalmente segura de que a ellos también les pasa. Y es que de vez en cuando, cuando menos me lo espero, descubro un morrito demasiado largo y estrecho, unas fauces que se abren, y una cola mal disimulada justo delante de mí, en las escaleras mecánicas del metro, en el cajero del banco o hasta en el registro civil al ir a pedir un certificado.  Yo también veo al aligator y no me hace falta preguntarle nada. Él sabrá por qué sigue en estos lares y por qué mis hermanos y yo nos lo encontramos ahora que ya no está mi padre.

(Publicado el 19/08/2010, Lo vuelvo a publicar porque no he podido atender el blog hoy)



miércoles, 7 de septiembre de 2011

Las manos de los padres

Cuando eres pequeña, antes de cumplir los siete años más o menos, depende de lo alta que seas, estás demasiado cerca del suelo.

Te llevan a un bar tus padres y ves las cabezas de gambas, los huesos de los aceitunas, las servilletas hechas un gurruño, y hasta las colillas que la gente tira descuidadamente y luego aplasta. Te tomas tu Fanta compartida con un hermano y agarras bien la mano de tu padre de vez en cuando, no vaya a ser que te arrastre la porquería reinante.

Lo mismo ocurre en el metro, zapatos y botas, culos y piernas de todos los tamaños y apariencias posibles rodeándote. Te coges de la mano de tu madre fuerte para no perderte en esa marea de hombres y mujeres que solo lo son de cintura para abajo. Para verles la cara, para que fueran humanos, necesitarías crecer o que ellos se acercaran. Mientras tanto son incompletos y amenazantes.

La mano de una madre te sujeta cuando te enseña a cruzar, “mira, el señor rojo, paramos; el verde, entonces se puede ir al otro lado, pero siempre antes miramos …” Ella te sigue sosteniendo cuando te lleva al colegio, a la parada y te deja suelta un rato. Luego estarás todo el día sin ella, meses enteros de clases y recreos en el patio con frío en invierno, con viento en la cara. Pero sus manos ahí están cuando te baña. Aunque te vistas ya solita, mamá viene y te acaba de aclarar el pelo con la esponja y te ayuda a incorporarte de la bañera donde has estado, nadando como una sirena, buceando, “mira, mamá, mira cómo resisto debajo del agua”...

La mano de un padre es todavía más grande. A veces seguirá siendo más grande aunque tú crezcas. Te mirará un día tu padre y verá tus dedos finos, alargados, sujetando el libro que sujetó antes que tú, ese libro que tanto se empeñó que leyeras. “Tienes unas manos muy bonitas, hija…” Y le das la mano y se la besas, “te quiero mucho, papá”. Hay hombres que se dejan abrazar y querer, que lo buscan sin vergüenza, a quienes se les humedecen los ojos con facilidad, unos sentimentales.

Las manos de los padres te han sujetado.

Ellas te sostuvieron cuando ladeabas la cabeza como un muñeco de trapo, te metieron en la cuna, te arroparon. Te dieron el alimento primero colocándote para que mamaras, luego la cuchara y lo salado, qué asco. Cómo cuesta al principio la sal, es repugnante. Después te llevaron hasta el orinal, "a ver si haces caca ahí, como los mayores", "qué bien, qué bien, que ya no tienes que llevar pañales", todos celebrándolo. Te alcanzaron la pasta de dientes, las camisetas y los zapatos cuando no llegabas a ese estante que estaba alto. "Ahora te pones la ropa tú sola, ¿vale?, y si no puedes, te ayudo", "otra vez la camiseta, los botones son para adelante, he vuelto a equivocarme", "¡ya sé atarme los zapatos!", "papá, no entres, ¿eh?, que me estoy vistiendo", "ya no me peines tú, que yo puedo sola, déjame"... "pero un beso sí podremos darte ¿no?". Um beso sí, claro.

Beso y beso. Mano y otra vez mano.

Tú has visto esas manos que besarías mil veces haciendo otras cosas, croquetas, por ejemplo, o fumando, llevándose tu padre el cigarro a la boca y tú mirándole admirada cómo hacía esos circulitos en el aire. Porque entonces los niños no éramos de la liga antitabaco y dejábamos a los padres en paz con sus vicios, que solían ser todos confesables e inofensivos. Leales vicios de padres de familia leales cuyas manos han levantado casas y familias, soportado trabajos y días muy largos, dado apretones a amigos y a quienes no lo eran, saludado a vecinos, acarreado incontables bolsas de la compra, cestas, carritos de niños y muebles en mudanzas.

Manos también capaces de juntarse en misa, de rezar y enseñarte a rezar, madre y padre arrodillados no por el peso que llevaban, siempre sin quejarse, sino porque confiaban en otras manos y se sentían siempre en esas otras más grandes. Y así te lo han enseñado.

Las manos de los padres a veces se van. Pero tú las sientes alguna madrugada. Es tu padre que viene, tu madre que entra en la habitación y te sube la sábana y la colcha por el fresquito de la mañana. “Vámonos ya, estará bien, nuestras manos ya le han dado todo lo que podían darle”, “Déjame un poco más, todavía me extraña…” Y tú sigues llorando ahí desconsolada porque notas que son ellos y son sus manos ancianas, temblonas y huesudas, llenas de manchas, intentando aún acariciarte, sostenerte todavía en esta delgada línea de tierra en la que tú te has quedado, mientras ellos, ellas, sus manos, se han marchado.

("Las manos de los padres" se escribió en Septiembre 2010 y ahora encabeza un conjunto de relatos)
La foto es de Kohl Threkehld.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Diarios

Me encontré con Lola E. este verano. Venía de nuevo a Urueña a unas jornadas. Habíamos coincidido las dos el año pasado. Hablamos de lecturas y de escritura, también de diarios. Y surgió la idea de animar a escribir un diario a los estudiantes a quienes ella da clases, de 14 años en adelante.



Llevo preparándomelo 6 semanas casi.



Quiero dar con el tono y los contenidos adecuados para personas de 14 a 18 años. Pero creo también que debo tratarles como adultos que pueden apreciar y comer carne roja. A esa edad tienen ya dientes para cortar, desgarrar y masticar, paladar y también olfato. No les voy a dar una papilla o un potito, ni tampoco leche maternizada. Una buena pieza de carne siempre que el presupuesto alcance. O sea, lo mejor que puedo en la medida de mis limitadas capacidades, como cuando invito a comer a casa.



Había leído a Ana Frank, pero he ampliado estos meses al Cuaderno Gris de Pla (la edición de Espasa Calpe), algo de Trapiello –por cuestiones de tiempo inabarcable, en Almadí solo tenían un tomo además-, Virginia Woolf, Katherine Mansfield, George Sand, Dostowieski, luego a un cuaderno de bitácora precioso de quien acompañó a Magallanes (anda que no pasaron hambre). Después Sándor Márai, tristísimo, lúcido e impresionante. El domingo pasado me hice con los diarios de Amiel, un clásico que no encontraba por ninguna parte y que estaba aquí al lado, en Urueña, en El rincón escrito. Rafael y Mercedes tienen una librería fantástica, pequeñita, donde encuentras de todo. Y eso es lo malo, siempre caes. He descubierto también otros diarios de desconocidos, de gente de la calle. Los hay preciosos y voy a incluirlos. También antologías que he encontrado, retazos que hay en internet. He leído también enfoques didácticos al respecto, el diario como ejercicio escolar, y estudios sobre diarios.



Al final he decidido hacer esto de los diarios con un esbozo de teatralización, desde varios escritores de diarios. Me parece que será más ameno, que podré hacerme con los estudiantes. Solo dos rasgos: los zapatos –merceditas de adolescente de los 40, zapatillas de payés o botines de dama británica- y otro pequeño detalle -estrella de David, boina, broche, gafas...-. Leeré un fragmento desde ahí, desde el escritor de diarios. Cada texto dará pie a una proposición de lo que escribir un diario puede suponer hoy, las he resumido en cinco o cuatro, todavía estoy dudando.



Creo que el diario personal es un ejercicio de pausa vital, no sólo de escritura. Ayer, que lo vi aquí, gracias a En Compostela, sentí que no íbamos descaminadas. No son exactamente las mismas razones, pero la intención de Lola y la mía al preparar esto están en cierto modo relacionadas.



Diario de vida. Diario íntimo. Dietarios que son casi agenda de puro telegráficos. También diarios de campo con sus preciosos dibujos o acuarelas. Hasta cuadernos de viajes y modernas bitácoras.

Me gustaría mostrar algo con lo que puedan disfrutar, que les anime a escribir cinco minutos al día. Así acabaremos la sesión: cinco minutos de silencio (no sé yo si esto va a ser posible) para su primera anotación en su diario.



En fin, me lo estoy pasando genial a pesar de la incertidumbre y del trabajo que conlleva hacer algo nuevo. Del miedo también. Tengo miedo, a qué negarlo.



Creo que voy a empezar una etiqueta aquí mismo, “La lectora de diarios”.