Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

lunes, 30 de agosto de 2010

La señora de los geranios


Estos días pasados he visitado pueblos, castillos y monasterios de los alrededores. De todo ello he tomado notas en mi cuaderno. Cuando pueda lo sacaré aquí o en "Un vaso de buen vino", una bitácora alojada en El Norte de Castilla donde me van a echar por vaga, hace meses que no la alimento.

Pero bueno, yo en este momento lo que quería contar es lo que más me ha gustado con diferencia de todas estas visitas. Y es lo siguiente.

Llegas a un pueblo, pongamos Cuellar o Coca, Tudela o hasta Quintanilla u Olivares, éstas dos al amparo de esa parte del Duero donde el buen vino de Ribera se hace. Pues bien, antes que en castillos o bodegas impresionantes, o incluso el Monasterio de Santa María de Valbuena, reparo en algo pequeño, hermoso y constante: los geranios que muchas mujeres cuelgan de balcones, con los que adornan terrazas y ventanas. Son rojos, rosa claro, rosa puñeta, naranja butanero o lila casi, algunos amoratados o granates, menos hay de los blancos, pero todos revientan de flores, son cuidados y alimentados por unas manos femeninas que riegan.

La restauración y mantenimiento del patrimonio castellano y leonés lleva mucho dinero. Aquí hay una colegiata cuando menos te lo esperas, a menudo iglesias en cada pequeño pueblo para caerte de espaldas. Tenemos tanto que casi no podemos con ello, es una cuestión de recursos. Pero junto a arquitectos que saben, restauradores que hacen bien su trabajo, oficios y artesanos (carpinteros, canteros, vidrieros, etc.), empresas y sector público que apoyan sin descanso… a mí me parece que hay alguien que hace algo fundamental que es poner geranios en una maceta, en una jardinera, adornando los balcones, las casas, sin que nadie les diga nada, solo porque ellas quieren.

Sin ellas, sin esas mujeres y sus geranios, ni las iglesias, ni los monasterios, ni lo castillos o las plazas o los cercanos conventos lucirían iguales, sería todo de cartón piedra. Hay un factor fundamental ("agente" diría la burocracía siempre tan cursi) que ha pasado desapercibido en esto del mantenimiento y es la Señora Julia, la tía Marta, la del Zacarías o la Puri, que ponen tiestos, pequeños o grandes, con geranios de todos tipos y alegran lo que vemos.

Tú sabes así que por aquí vive gente, que esto no está muerto o es para enseñar a los turistas solamente. Esas piedras o aquellas, en mejor o peor estado, parecen más humanas y nos recuerdan nuestro pasado y lo que somos si un geranio está cerca. Tras él siempre hay una mujer que hace que algo crezca. Es presente, pero es pasado, porque así se hace la historia: con piedras, esplendor y miseria, con arte, batallas, etc, y, de fondo, el cuidado que mantiene y alimenta la vida pequeña que es la al final nos sustenta.

Vienen los de la Junta, la Diputación dice que esto o que aquello, el Ayuntamiento añade o niega, discuten los expertos… Todo muy bien, pero la señora del geranio es la que tiene no la última palabra ni tampoco la primera, pero desde luego sí el acento en todo esto.

Yo se lo agradezco.

viernes, 27 de agosto de 2010

Tomate que sepa

Llevo a la búsqueda de un tomate que sepa a tomate, se entiende, varias semanas. Estoy en la vega del Duero, cerca también del Cega, voy a Tudela, aLaguna, a Herrera, y sigo probando tomates a ver si encuentro de los buenos. En el supermercado de este pueblo, Boecillo, ni lo intento.

El caso es que los nuestros, los de la huerta, se han atrasado, y eso que por Santiago antes ya estaban para cogerlos, pero este año, según Carlos, el pastor, todo va más tarde, así que los espero

Fui primero a Tudela, donde hay muy buena huerta, pregunté por la calle por tomates de los que supieran. Me dieron las señas de una frutería en la calle Salegas, compré un kilo, sabían, pero no me quedé contenta. Volví a intentarlo en Laguna, me decía Carlos que allí maduran antes que en Tudela. Compré en una frutería que me indicó él.

Volví a Tudela y volví a intentar esa búsqueda callejera, por probar en otro sitio que no quede. “Mire, yo querría tomates del terreno, de los que saben, de los de aquí…” Me contestó uno del pueblo que eso que yo buscaba ya no existía, que las semillas se perdieron, que se cultivan otros… pero que en cualquier caso fuera a… otro sitio en Tudela. Pedí probarlo antes de comprarlo, no me gustó, lo pagué antes de comérmelo y dije al final que no. En fin, de nuevo en la calle Salegas, compré varios kilos para la familia. Mi tía y mis primas, mi cuñada y su familia entera, dijeron que sabían, pero yo, de nuevo, ay, no me quedé del todo contenta. No es la perfección lo que busco, es más sabor lo que quiero.

Así que me acerqué a Herrera de Duero y pregunté. A mí preguntar no me da vergüenza. Y me indicaron una casa del pueblo donde una señora vendía a la puerta. Hablamos, me contó de su operación, de su pierna, de sus hijos y de su marido, en fin, charlamos. Tengo tiempo y me gusta dedicarlo a lo que vale la pena. Me vendió los tomates y me supieron mejor que los de la calle Salegas de Tudela. Quizá fue la conversación, no sé, hay más gusto cuando se conversa.

Sigo no obstante a la búsqueda de tomates que sepan. Según mi amiga Amelia, de Sevilla, que sabe y me ofrece toda confianza, ella compra los de Conil, pero a mí me viene un poco lejos. Sé que Marga, otra amiga sevillana, está como yo a veces, la llamo por teléfono y me cuenta que justo en ese momento está buscando tomates que sepan.

Hablé con mi tío y confirmé la idea de que el tomate hoy es solo fachada, precioso, perfecto, rojito, sin arrugas ni pliegues ni recovecos, liso, sin defectos, como si fuera un dibujo de un niño pequeño …o una miss, o un modelo, pero luego, ay, no saben, dicho sea con respeto de las misses y de los modelos, que habrá de todo, como en la huerta. No es la apariencia lo que importa: es que cuando muerdes sepa a algo, que no sea de serie, insípido, como algodón, sin aroma, sin cuerpo.

A mí me gustan los tomates feos, muy feos, pero que ya huelen al cogerlos. No hace falta quitarles el rabito, como me dijo un paisano en Tudela que había que hacer y al que no hice ni caso, naturalmente. Sin quitárselo el buen tomate ya huele y se adivina cómo va a saber, ya lo intuyes al olor simplemente, de bueno a muy bueno, los malos ni huelen. Y no hace falta que sea rojo perfecto como el Ketchup, hace falta que sea un tomate, con colorados o verdes distintos, y que haya crecido a su tiempo en la tierra. Así saben, el resto no sabe a nada, sea raf o se llame con tres apellidos compuestos. Pagas una barbaridad en Madrid y encima ni sabor tienen.



Seguiré informando de mi búsqueda del tomate que sepa, por el momento los de la frutería de la calle Salegas de Tudela de Duero y los de la señora de Herrera de Duero. Veremos a ver los de nuestro huerto, no me fío ni un pelo.

Nota: la foto de arriba son de los que suelen saber (aunque hay sorpresas), la de aquí abajo de los que no saben por muy monos, igualitos y perfectos que sean.

martes, 24 de agosto de 2010

Las tinieblas

De los 8 a los 12 años, más o menos, cada vez que nos invitaban a casa de una amiga jugábamos a lo que llamábamos “las tinieblas”. Era sencillo, se apagaban las luces de una habitación, se dejaba totalmente a oscuras, y la que se la ligaba tenía que entrar e intentar a atrapar a alguien de quienes se habían escondido en sus rincones, tras las cortinas, debajo de los muebles, y adivinar quien era. Si lo adivinaba la otra se la ligaba. El juego era una tontería, salvo por el miedo que se pasaba. En la oscuridad la imaginación crece.Pocos niños conozco, incluso adultos, que no teman algo a la oscuridad más completa. No sólo es que no ves y te puedes dar con los muebles, es además ese silencio que supone la falta de luz, aunque en este caso se oían las risitas y así descubríamos por dónde había que tirar para pillar a quien fuera.

El juego éste siempre lo jugué con niñas, asumo que con niños y mayores hubiera sido otro tema. Nos encantaba el juego con su inocencia, por sus nervios. Ahora pienso que nuestra vida tenía tanta luz, estaba todo tan claro cuando tienes 8, 9 años, que era un modo de enfrentarnos de modo voluntario a unas tinieblas artificiales que nosotras provocábamos. Unas tinieblas que duraban poco y de las que se salía con solo darle a la luz o atrapar a quien pudieras.

Con el paso de los años te das cuenta de que el juego se repite, lo quieras o no lo quieras. Una habitación totalmente a oscuras, tú que entras, se oyen risas, tienes un poco de miedo o mucho, no ves absolutamente nada. De repente, consigues coger por el brazo a alguien, lo palpas, deberías saber quién es por sus rasgos, a veces puedes, pero a veces no aciertas. O crees que lo sabías, pero te equivocaste y tienes que volver a intentarlo de nuevo. Y sigues en la oscuridad, en las tinieblas, por un buen tiempo, jugando, pasándotelo bien incluso, aunque con un cierto miedo, es posible que algo cansada del juego.

lunes, 23 de agosto de 2010

El bocadillo de Marita Torres y 7 niños en un 600

-Yo me llamo Marita, ¿y tú?
-Aurora…

Empezamos a jugar juntas en el patio. Marita Torres fue mi primera amiga, llegó al colegio un poco más tarde que yo. Al año o así nos fuimos a vivir cerca de su casa, fue todo mucho más fácil.

Marita era sensata y aplicada, generosa hasta decir basta. Llevaba siempre un bocadillo para comérselo a media mañana, en el descanso de las 11. Otras mucha no llevábamos nada por las prisas de nuestras madres o las nuestras, o simplemente nos olvidábamos de cada vez. Íbamos en procesión a pedirle un trozo de ese bocadillo tan bueno de sobrasada, salchichón o chorizo, y ella siempre nos daba. Dudo que Marita se tomara algo de su bocadillo, como mucho un trozo pequeño alguna vez. Lo mismo fue en los estudios del BUP más tarde. Se iba a estudiar contigo, a explicarte las matemáticas o lo que fuera, aunque a ella no le hiciera falta ese estudio, esas horas sin dormir casi.

Recordar a Marita es recordar a su madre. Ella y la mía se turnaron una temporada para llevarnos y traernos al colegio, salía más barato que el autobús escolar, como llevar la comida de casa. Eramos, sin contar a la madre conductora de cada vez, 7 niños en total, ellos 4, nosotros 3. Mi hermana Luisa iba a un colegio especial, no se montaba en esa ruta del coche. El caso es que íbamos en un 600 blanco, que era el automóvil de Marita madre (se llamaban igual madre e hija), los 7 niños entre los 8 y los 13 años, luego en un 850, el de mi madre. Ahí cabíamos todos, no se entiende muy bien cómo ahora, no había ni cinturones de seguridad, ni policía que te vigilara, todo mucho más fácil.

La madre de Marita era una mujer muy simpática, lista y amable, psicóloga de profesión, y, como mi madre, química, trabajaban ambas fuera de casa, algo que no era muy habitual a principios de los años 70 todavía en España. Marita heredó de su madre un modo de mirar el mundo con calma y responsabilidad, de estar en él haciendo cosas, trabajando mucho, sin darse ninguna importancia. “La dama” le llamaban en la universidad sus compañeros: fina de alma, delicada en el trato, fiel retrato de su madre que murió siendo ella joven, antes de casarse, una enfermedad dura en la que su hija mayor, Marita, estuvo ahí, cuidándola con esmero, sin separarse de ella ni un instante.

Marita, que ahora se llama María, sin el diminutivo de antes, sigue preparando unos bocadillos formidables con los que ha criado a dos hijos que crecen altos y fuertes y juegan a todo tipo de deportes, como su padre, el marido de María. Ella ahora esquía porque el amor puede mucho, hasta lo que no esperabas que pudiera“A todo se aprende aunque tengas 40 años, mis hijos se ríen de mí, pero a mi no me importa, allí voy…”

Seguimos siendo amigas pasados ya 43 años de aquel primer encuentro en el patio.

-Mañana podemos jugar juntas otra vez...
-Vale.


domingo, 22 de agosto de 2010

"Mis tardes con Margueritte" (Amor y lectura siempre)


Fuimos a ver “Mis tardes con Margueritte” (“La tête en friche”), una película francesa dirigida por Jean Becker y protagonizada por Gerard Dépardieu y Gisèle Casadesus. Nos gustó mucho, una hora y veinte cortísima de una buena historia basada en la novela de Marie Sabine Roger (que debe de ser estupenda), con diálogos bien hechos, actores en su sitio y localización perfecta.

Venía pensando estos días en la relación que tiene sentirse querida de pequeña por tu madre y por tu padre como el humus que hace posible no sólo a la persona en cuanto a afectos, sino, también, el aprendizaje y el desarrollo de la inteligencia. Lo primero es importante, lo segundo también: somos querer y que nos quieran unido a algo de cerebro. La vida humana buena es posible con muchísimo cariño y su ración de alimento para el pensamiento. Me parece que todo va unido, que no hay compartimentos.

Esta película ahonda en esto y alrededores. Un hombretón, Germaine, que sale adelante con mil trabajos como puede, pero que es moderadamente feliz viviendo en su pueblo, ha tenido problemas de aprendizaje desde siempre y, como consecuencia, no lee. Es analfabeto funcional, quizá tenga además algún retraso leve. Tiene una novia que a él le quiere mucho, las mujeres no siempre buscan una cartera llena ni al más listo del barrio oficialmente, sino a alguien que sepa querer y se deje hacerlo. La madre de Germaine es, y fue, un poco bestia, porque el sentido de la maternidad no viene en los genes femeninos ni tampoco en tener un hijo o no tenerlo. Un día en un parque donde él tiene contadas hasta las palomas que vienen (y puestas un nombre, por cierto) encuentra a una amable viejecita, Margueritte y se hacen amigos. Ella comenzará a leerle en voz alta. Empieza con “La Peste” de Camus y algo cambia poco a poco. Le seguirán otros, “La promesa del alba” de Gary, “Un viejo que leía novelas de amor” de Sepúlveda … y hasta le regalará un diccionario.

Que te lean en voz alta es algo precioso siempre, no solo de niño. El misterio de la lectura en cualquier caso se produce cada vez que una persona, supuestamente más lista o menos, buena o mala, de cuarenta o noventa años, puede entrar en ese mundo que el escritor plantea. Nunca es tarde para leer y nunca nadie debe de quedar o sentirse excluido, fuera.

La lectura es un derecho humano, venga o no en la Declaración de 1948, además de un placer inmenso, no algo de unos pocos o supuestos selectos. Alentar a leer supone así no solo dotar de las elementales herramientas, sino crear un entorno amable al respecto y creer de verdad que la literatura buena, la de siempre, la que vendrá también, por supuesto, está hecha para el alma humana, para cada una, sea la de un chapuzas, como la de una mujer anciana que fue delegada de la OMS en el Zaire y que se está quedando ciega.

El caso es que hay también sentido del humor, un bar y amigos, una dueña del garito cincuentona y que llora un amor que se va pero que luego vuelve, el tema de fondo de la ancianidad y un desenlace que no cuento por no destripar la película.

Vale la pena ir a verla por amor a las palabras, por amor a las personas. Son amores que se cruzan a menudo, casi siempre.

sábado, 21 de agosto de 2010

Un pollo en el cuarto de baño y otras historias con animales (2) (Mamá, quiero un perro...)


Siempre quise tener un perro, tenía auténtica pasión. El caso es que no había manera. “Perro, no” decía mi madre. Y aunque “no” era “no”, intenté un par de veces saltarme la prohibición. Un día estaba mi madre de viaje y aproveché. Había un perro que nadie quería en La Remonta, el sitio donde aprendimos a montar a caballo, un cachorro de chucho recién nacido. “¿Pero tu madre lo sabe?” Naturalmente mentí.

Metí el cachorrito, medio ciego, sin destetar casi, en el hueco del radiador de mi habitación, de camita un calcetín, le di el biberón. Tras el visillo apenas se veía y no siempre entraba alguien mientras yo estaba fuera. Así pasaron un día o dos. El caso es que mi madre llamó por teléfono, “¿Qué tal vais?” Lo mejor cuando has hecho algo malo es hacerles creer que has hecho algo terrible, peor, así, cuando se enteran de la verdad, la reprimenda suele ser menor por el alivio que sienten. “Ay, mamá, he hecho algo horroroso… “ “Pero... horroroso... ¿cómo qué?” "No te lo puedo contar por teléfono, es mejor cuando vengas..." Mi madre preguntó a Francisca, todo iba bien, sería alguna tontería mía. Tontería mía, ya. Llego mi madre y le enseñé mi tesoro, babeando él y yo. “Mira, mamá, ¿a que es muy mono?... y además no tiene mamá…” “¿Pero no te he dicho mil veces que no?” El caso es que mi táctica funcionó, me dejó quedármelo… hasta que ya no se pudo más. Fue otro animal que vivió en el cuarto de baño, éste de la casa nueva, y rompió hasta el retrete. Lo tuvimos que dar porque no lo podía educar yo.

Después ya no hubo más perros por una buena temporada. Se lo pedía a los Reyes, pero no. Así que me limitaba a mirar los anuncios por palabras del ABC donde había una sección de perros, recortaba algunos y los guardaba con la esperanza de que un día me dejarían tenerlo y así tendría dónde llamar. A mi padre también le encantaban los perros, creo que lo heredé de él. Veía un can y lo chistaba y el perro se acercaba con afecto súbito por aquel señor sonriente y afable que emanaba algo que el animal identificaba inmediatamente como amistad.

Fallecido mi padre, que no pudo disfrutar como yo de un perro en casa, tuve a Pepa, mezcla de collie y pastor, mi madre ya cedió cuando cumplí los 40, debió de pensar que había sido muy fiel a mi ilusión para seguir diciéndome que no. Pepa vivió cinco años, la cogí ya mayor de la protectora, convivió con mi hermana Luisa, Síndrome de Down, en una curiosa relación mitad nos ignoramos, mitad peleamos por el sitio en el coche. Eso sí, era llegar al colegio de Luisa y todos sus compañeros corrían tras ella, les encantaba. Luego Pepa murió cinco años después de morir Luisa y volví a repetir la misma operación, me traje a Olimpia del mismo lugar. Ella es mi actual compañera perruna y hasta escribe en esta bitácora.

En medio ha habido otro par acogimientos temporales, más que adopciones, de perros que me voy encontrando, escapados de sus casas, abandonados, qué se yo. Vienen a mi encuentro. Prometo por la memoria de mi madre, de mi padre y de mi hermana, que no soy yo, que no hago nada, es que salgo a la calle y ahí están. Lo de Tana es historia aparte que ya se contó en este blog, ahora está viviendo con Alejandro y es profesora de buena educación perruna, las vueltas que da la vida. Pero esa era y es una señorita de la alta sociedad, no una chucha abandonada y mayor, que al final son las que a mí me gustan más. Donde este un buen perro o perra de cierta edad, que no haya que educar, con un pasado triste y duro para olvidar, y que está contigo tan contento, que se quiten los demás.














viernes, 20 de agosto de 2010

Un pollo en el cuarto de baño y otras historias con animales (I)


-Mamá, ¿a que tú pensabas que el yogur lo daban directamente las vacas? Pues no, que lo sepas, lo fabrican con la leche que ellas dan…

Mi madre asentía muy seria y escuchaba una explicación que, naturalmente, no necesitaba. Habíamos visitado las instalaciones de Clesa con el colegio y para mí fue una revelación, creía que las vacas tenían dos tetas, una para leche y otra para el yogur, cosas de la infancia. Muchos años pensé también que las cartas que metíamos en el buzón iban por túneles subterráneos hasta llegar a su destino a cada casa, siempre por debajo de ciudades y campo.

Pero las visitas educativas escolares a veces tienen consecuencias inesperadas, cambian tu vida y la de tu familia casi. Fuimos a una granja poco después y volví encantada con un pollito que me regalaron. Estaba tan ilusionada que, a diferencia de otras madres, que se deshicieron del animal sin contemplaciones, la mía me dejó meter el pollo en un cuarto de baño muy chico, solo retrete y lavabo, que no usábamos. Allí el pollo se crió estupendamente. Fue mi primer animal de compañía. Volvía del colegio e iba a visitarle, a ver cómo había pasado el día. Le soltábamos un rato y al poco mi madre decía que de nuevo al cuarto de baño. Le puse nombre, ya no recuerdo cuál, pero tenía nombre, era alguien. Era bonito volver del colegio y saber que, además de mi familia, el pollo estaba allí, esperándome, contento de verme. Pero claro, creció y hasta le salió una cresta, comenzó a cacarear como es lo propio de estos animales. Un día cuando llegué a casa el pollo ya no estaba…

-Mira, Aurora, el pollo... necesitaba más espacio, vivir más libre, y aquí no podemos… Se lo hemos dado a Manolo, el portero, que tiene sitio en el patio… Tú entiendes que es por su bien, ¿verdad, hija?...

A mí las explicaciones de mi madre me convencían siempre, y lo del espacio, la libertad y la felicidad de otro ser vivo me ha parecido un argumento incontestable para una separación de alguien al que quieres desde su más tierna infancia. Así que lo acepté, aunque me costaba, pero, por si acaso, no miré en el patio. Es como si un sexto sentido me dijera que algo terrible podría haber pasado. El no preguntar demasiado es a veces otra táctica de la infancia que evita males peores que el no saber bien qué pasa.

Pero hubo más animales alados en esos primeros años. Para empezar, los pavos que le regalaban a mi abuelo, médico, un espanto, porque había que matarles, desplumarles, etc. Recuerdo a uno borracho –se les emborrachaba antes - y descabezado corriendo por la galería de General Mola en Valladolid y mis primos y yo detrás entre espantados y divertidos. Hoy afortunadamente la Seguridad Social ha sustituido esos pagos en especie a los médicos, muy habituales hasta los años setenta en España. Entre la gente que no tenía dinero, y también a veces como agradecimiento en Navidades, las casas de médicos se llenaban de animales. En cambio los jueces no podían aceptar nada. Una amiga mía, nieta de juez me lo contaba “llegaba un cordero, y mi abuelo firme, que se lo devolvieran a quien fuera que él no aceptaba ni cordero, ni pollo, ni un chorizo, todo de vuelta, fuera chico o grande..."

Los pavos de Campo Grande de Valladolid, tan azules, tan orientales, eran y son unos animales que hacen un ruido siniestro. Están en los árboles y a menudo desde allí se lanzan para atacar al que pasa aunque tú no les hagas nada. Dan muchísimo miedo. Les guardo cierta prevención desde los cinco años.

Luego que vengan los americanos con tonterías de Freddy Kruguer, vamos, son para quienes no han sufrido verdaderas películas de terror en sus carnes.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Las ceras deshechas



Primera comunión, dos de junio de 1968, once de la mañana. En el banco de San Miguel somos unas veinte niñas inquietas, tenemos 7 años. Todas con su traje de organza blanco, volantes, jaretas, capotitas, mangas de farol, vuelos y enaguas, salvo yo, que llevo una tunica hueso porque mi madre así lo ha decidido, sencilla, recta, como de novicia o postulante. Me ha dejado, eso sí, el pelo largo para la ocasión. Es mi gran ilusión, tener pelo largo, y no corto, como lo llevo habitualmente. Ella me dice que tengo el pelo malo y que es mejor que lo lleve cortito. Pero a mi no me gusta nada, parezco un chico, y no quiero parecer un chico de ninguna manera. No me hace ninguna gracia que me confundan con uno.

Dentona, sonriente y feliz por recibir a Jesús, aunque pensando en las musarañas, distraída, mi madre me llama la atención simplemente con la mirada cuando pasa a mi lado a comulgar. Me he vuelto a despistar, qué desastre. Rezo de nuevo, “Jesús, Jesús, yo quiero quererte, pero es que a veces se me olvida…”. Todo ha salido bien, he podido tragarme la hostia. Don Primitivo nos ha dicho que seamos buenas y nos ha felicitado. Ha sido todo muy emocionante y estoy muy contenta: ahora podré comulgar todos los domingos como papá y mamá hacen, no sólo estar en Misa a su lado.

Salimos de la oscuridad y fresquito de San Miguel, de su olor a incienso y velas, a un día radiante de mucho calor. Por el viejo Madrid vamos hasta la Plaza de Oriente donde vamos a celebrarlo. Antes dejamos en el coche unas ceras que me han regalado, más de setenta, una caja enorme, preciosa, azul y blanca, de Manley. Me encanta pintar y ahí hay más colores de los que una podría imaginarse.

Celebración de chocolate, churros y zumo de naranja en un café que hay allí, enfrente del Palacio Real. Mi madre está esperando a Luisa, está embarazada. Lleva un traje negro y blanco muy elegante. Creo que está de alivio de luto. Jugamos allí y luego deciden los mayores que las niñas vamos a ir a casa de la abuela Aurora, pero solo las niñas, que los chicos arman mucha bulla. Están mis primas de Valladolid, las de Madrid, Marta Huarte, Ana, las Guzmán, doce. Nos hacen una foto donde la más baja soy yo, una foto que tendré toda mi vida en mi cuarto.

Al montar en el coche vemos lo que ha pasado: todas las ceras se han deshecho por el calor y forman ahora una masa multicolor, pegadas entre ellas, ninguna puede utilizarse. Me llevo cierto disgusto, pero tampoco demasiado porque estoy fascinada con el efecto del calor y la explicación de mi padre y de mi madre que no le dan la menor importancia "No pasa nada, es una pena, pero no pasa nada..." Me hacían ilusión las ceras, pero sé que no son importantes.

Llegamos a casa de mi abuela en Avenida de los Toreros, enfrente de la plaza de Toros, jugamos a lo que juegan las niñas desde su más tierna edad, que es a hablar. Todas las niñas planean que van a hacer con su vida y, de hecho, ya lo saben perfectamente. Yo solo tengo ilusiones, pero no planes.

Me tumbo en el sillón de mi abuela, colgadas las piernas de un brazo y la cabeza apoyada e el otro brazo, y me quedo dormida. Estoy agotada.

martes, 17 de agosto de 2010

La Casa de Fieras


En los años 60 hay en el Parque del Retiro de Madrid un pequeño zoológico llamado la Casa de Fieras. Está un poco más abajo del Florida Park, una sala de fiestas de mucho ringo rango. En ese zoo minúsculo hay un elefante que se llama Perico, leones y osos y hasta llamas. Enjaulados en un espacio pequeño donde apenas pueden moverse esos animales son admirados por los niños que nos criamos en el parque.

Salgo con Pili al Retiro en el carrito de paseo, mi conejito rosa y blanco colgado a un lado.

“Chist, chist, guapa…”

Pili sigue seria y con los ojos bajos. Lleva un abrigo de tweed con puños negros, un moño bien puesto, ella siempre elegante. Las mujeres decentes no se vuelven cuando les piropean o llaman si no conocen a quien lo hace. Y si el hombre las conoce, no las chistan por la calle, son más tímidos y se lo dicen cara a cara, pero en voz baja.

Son años de leotardos y capota blanca que siempre te abrochan al salir de casa. Luego, al ir al colegio, vendrá el verdugo, un gorro de lana que a la manera de los verdugos medievales te cubre garganta y cuello y pica un montón, lo odiaremos, pero según mi madre sirve para no acatarrarse.

Pili me pone en sus rodillas y de repente se levanta conmigo en los brazos y señala “Mira, por allí viene el abuelo…”

Allí está él, el padre de mi padre, subiendo las escaleras con el bastón, muy despacio. Está ya muy enfermo del corazón, vino muy fastidiado de Rusia hace muchos años, ya no trabaja, pero se pasea a veces por el Retiro y viene a verme, sabe dónde nos sentamos. Morirá al poco de nacer mi hermano Juan, aunque será su padrino.

“El Caudillo, el Caudillo…” gritan de repente. Es Franco, que pasa por medio del Retiro, por el paseo que cruza el parque. Se sabe que es él por el coche, por la gente que lo dice, porque en algunas ocasiones viene rodeado de una guardia que tiene que va a caballo, otras no, sólo un par de coches que lo acompañan, poco más.

Es invierno y casi todo es negro, blanco y gris, hasta los árboles son blancos y grises, como es gris Perico, el elefante. Mi abuelo tiene un abrigo negro, y sus zapatos son negros, como el pelo de Pili, negro azabache, negro muy negro. La llama de la Casa de Fieras, ese animal tan raro, es muy blanca. Más adelante, cuando aprenda a leer, sabré por el Capitán Hadock que la llama además tiene mal genio si te acercas demasiado y come las barbas de la gente. Mi abuelo no tiene barba, solo gafas.

Los guardias del Retiro van vestidos de pana marrón con adornos rojos y llevan un sombrero ancho, son impresionantes. Ponen multa cuando ven a los novios besarse.

lunes, 16 de agosto de 2010

Paco aparece en escena (y no se muere a pesar de sus hermanos)


Mi hermano Paco, el tercero, es el único que se parece a mi madre físicamente, a los Igea, más bien Laporta, rubio y de ojos azules. Cuando comienza a andar parece un pequeño Rompetechos de cabezón y terco que es, aunque las gasas y el pañal que entonces lleva le hacen contrapeso físico, no mental. Decía mi madre que es a quien más cachetes dio por eso de que le quedaba a la altura de la mano. Paco estuvo mucho tiempo sentado en el poyo de la cocina mirando cómo mi madre hacía croquetas. Eran milagrosas, no se rompían a pesar de lo blandita que era la masa, y le salían pequeñas, todas iguales, perfectas. Paco aprendió a cocinar así, le decía las medidas a mi madre con su medio lengua. Desde entonces guarda el sentido de la exactitud y de la precisión.

Paco tiene de pequeño, entre el año y los 24 meses, me parece, unos ataques como de rabia que se pone primero amarillo, luego naranja, rojo y finalmente morado. No le arranca el llanto y se ahoga, hay que hacer algo, darle un cachete para que reaccione, respire y no se muera.

El caso es que a mi hermano Juan y a mi nos hace mucha gracia verle así, cómo va cambiando el que todavía es un bebé de color y esperamos un poco a llamar a alguien, que es lo que nos han dicho que tenemos que hacer inmediatamente. Cuando ya estamos viendo que se pone muy rojo, casi morado, y le hemos observado lo suficiente muertos de risa los dos, entonces corremos a pedir auxilio nerviosos, unos hipócritas completos. Pero antes nos lo hemos pasado genial viendo a Paco cambiando de color, furioso, sin poder llorar y a punto de ahogarse, qué bestias.

Luego Paco no se acuerda de esto afortunadamente, o lo perdona, no se sabe bien, falta confirmar con el interesado. Se hace muy amigo de Juan y van en panda cuando crecen. Yo soy chica, la mayor, y juego menos con ellos. No porque no me interesen los soldados, las construcciones o los vaqueros. Simplemente me entretengo por mi cuenta, aunque a veces también lo hago con ellos, pero me atrae más el mundo de los mayores, sus cosas y sus secretos, que el de los niños. No me gusta nada que nos manden a jugar a otro lado como hacen a veces, horas y horas, se me hace eterno. De pequeña prefiero estar con mi madre cerca y no perderla de vista mucho tiempo, la echo siempre de menos.

sábado, 14 de agosto de 2010

Elías, el practicante


“El pobre Elías no tiene la culpa, imaginaos que de cada vez los niños le monten una perra…”

Mi hermano Juan y yo escuchábamos atentamente. Mi madre explicaba que, aunque nos doliera, lo que no podía hacerse de ninguna manera era gritar, escaparse o portarse mal resistiéndose a la inyección cuando Elías, el practicante, venía. Lo último era montar una escena ni a él ni a nadie, pero a él menos.

Era un hombre muy simpático, moreno, alto, con una verruga pequeña en la mejilla. Pero el proceso era realmente aterrador aunque él no lo fuera. Calentaba alcohol en una cajita de metal que sujetaba con unas pinzas largas, medio tijeras. De ese recipiente salían llamas azules y naranjas que se elevaban en una danza siniestra. Allí dentro estaban las jeringas que desinfectaba.

Nosotros mirábamos el fuego, olíamos el alcohol y nos temblaban las piernas. Él seguía con bromas, luego clavaba la jeringa en la ampolla aquella con el cierre metálico donde estaba el medicamento y la cargaba. Entonces era el momento.

Media infancia con el practicante viniendo a casa, no recuerdo por qué ¿vitaminas?, ¿hierro?, ¿estábamos enfermos? Como el médico de la empresa donde trabajaba mi padre, Elías nos visitaba a domicilio, no teníamos que ir a verle.

Mi madre se sentaba en el tresillo verde aquel con tela de paisajes y escenas pastoriles. Encima, en su regazo, tumbados hacia abajo, Juan o yo, alternativamente a veces, primero uno, luego el otro.

“Culo, culete, si no te estás quieto te doy un pínchacete…” decía Elías, aunque el pinchazo caía seguro, te movieras o no te movieras.

Caían unas lágrimas de dolor, apretábamos fuerte la mano de mi madre, y nos subíamos el pijama después muy dignamente.

“Nunca he visto unos niños tan buenos… aquí da gusto venir a pinchar, así que seguro que vuelvo…”

No nos hacía ninguna gracia, pero Elías era así, cariñoso y con un sentido del humor peculiar.

viernes, 13 de agosto de 2010

Varicela

Un picor insoportable que abrasa. Casa de mis abuelos en General Mola, antes Constitución, Constitución de nuevo será con la llegada de la democracia, frío en Valladolid con república, dictadura, democracia o lo que sea. Echo de menos a mi madre. No me gusta estar separada de ella. Me ha dejado en casa de sus padres porque, según creo recordar, ha muerto un familiar de mi padre y el velatorio se ha tenido que instalar en nuestra casa en Madrid, no había otro lugar más apropiado.

La sensación en esta familia es que la gente se muere con cierta frecuencia y nacen sin parar a un ritmo más rápido. Por eso siempre ganamos los vivos a los muertos. Así hasta hoy: muere alguien y hay dos o tres niños en camino que flotan en las tripas de sus madres, recién nacidos o de pocos años. El balance no es un consuelo, pero la vida sigue adelante.

Las braguitas (decimos braguitas, así en plural y diminutivo, bragas suena mal y no se dice en mi casa, lo del plural no sé por qué) de perlé que mi abuela materna hace, con sus lacitos rosas, me molestan mucho. Me pica el pompis (tampoco decimos culo, palabra de gente poco educada, ni trasero, que uno no se aclara). No está bien rascarse, es muy feo, y menos si es ahí. Pero es que no puedo soportarlo y como los osos (eso lo sabré más tarde) me acerco a la pared y me rasco. Naturalmente mi abuela, que no se le escapa nada, me mira con sus ojos azules, para la labor de ganchillo y me dice que qué me pasa. “Me pica, abuela, me pica mucho…”. Me pide que me acerque a la mesa camilla, al brasero. Allí a un lado me dice que no sea pesada, que deje que ella me vea. Me da mucha vergüenza y me hubiera gustado que lo hiciésemos en otra parte, pero me baja las braguitas en un aparte, me las vuelve a subir y sentencia “Esta niña tiene varicela”. Llamadas por teléfono a mis tíos, todos los niños que hemos estado en contacto podemos tenerla como es el caso.

Me bañan para que me alivie, me ponen talco por todo cuerpo, luego el pijama. Agradezco el frío de la cama. Mi abuelo, que es médico, me tranquiliza “esto se te pasará rápido, pero no debes rascarte, que te quedan marcas…”

Qué horror, marcas, no quiero que me queden marcas. Me aburro luego de estar en cama y me paso los primeros días de varicela en la casa de los abuelos, la galería larga, echando de menos a mi madre.

Un día suena la puerta de la calle y no es un paciente de mi abuelo. Es mi madre que viene a buscarme. Mi padre no conduce, es ella la que lleva siempre el coche, la que viene y va, lleva y trae.

jueves, 12 de agosto de 2010

El hermano de la peluquera

“Ven aquí, que te voy a cortar el pelo…”

Mi hermano Juan se deja hacer mansamente. Le llevo dieciocho meses y es todavía muy pequeño. Hace los tres años en noviembre.

“Espera, que me falta de aquí…” Voy dando la vuelta a su alrededor, él muy quieto, muy prudente.

Antes yo le corté el pelo a la muñeca, pero no fue suficiente. Luego me he cortado mi propio pelo, pero es difícil hacérselo a una misma, no ves bien el resultado por detrás de la cabeza. Mejor a otro ser humano que se deje y que no proteste. Y Juan es bueno y no se mueve. Sigo “tras, tras, tras…” Me gusta el sonido de las tijeras y ver el pelo cayendo al suelo.

De repente mi madre aparece y pone el grito en el cielo. Me da un par de azotes.

“¡Te he dicho que no se cogen las tijeras!, ¡podías haberle dejado tuerto a tu hermano!…”

Lloro porque me han pillado, pero no porque me duelan los azotes ni porque me arrepienta. A los 4 años no existe aún el arrepentimiento. Además estoy francamente contenta porque puedo cortar el pelo, es divertido, sólo hay que ponerse a ello.

Anduvimos los dos hermanos con trasquilones un par de meses. Varias fotos de ambos ese verano en Boecillo, con mis primas y sus trenzas largas, mi envidia, con mi padre de la mano mirándonos con ternura, dan fe de mi corta carrera como peluquera.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Del portero, lo que se cantaba y aquel tápame

"Os he dicho que no, y no es no" Manolo nos reñía por lo que fuera, nosotros obedecíamos. Era el portero, calva reluciente, uniforme gris con botones plateados. Demasiado para una casa de pocos posibles, Antonio Arias 6. Vivíamos en el bajo, casi sotano, desde el cual veíamos las piernas de quienes pasaban, calentito en invierno, bastante fresco en verano.

Hora de la siesta, siempre sagrada, con el calor se abrían las ventanas donde no daba el sol para que algo del aire del patio, más fresco, corriera por las casas. El resultado era que todo lo que pasaba en cada piso acababa siendo de conocimiento común de todo el vecindario.

"Tápame, tápame, tápame, tápame, tápame que tengo frío..."

Era un cuplé de toda la vida, de Raquel Meyer, creo, que todavía se cantaba a principio de los 60. En general se cantaba, era un hábito hoy olvidado. Se cantaba a menudo por la calle, cuando se limpiaba, cuando se cocinaba, en el mercado. Era la costumbre: las mujeres cantaban en cuanto te descuidabas.

Yo recuerdo toda mi infancia con mujeres cantando, contentas o tristes, pero siempre cantando.

Insistía la vecina aquella desde algún lado de la casa con el "tápame..." mientras otros intentaban echar la siesta en aquel agosto madrileño tan pesado.

"Tápame, tápame, tápame, tápame, tápame que tengo frío..."

Por fin se oyó a alguien que sacó la cabeza tras la ventana ya cansado y con un acento de Madrí (sin d, o sea, castizo) gritó a los cuatro vientos de aquel pequeño patio:

"Por Dios bendito, que la tape el que sea, que la tapen... por lo que más quieran, pero que se calle, que estamos intentando echarnos la siesta y así no hay quien pueda..."

Se hizo el silencio, se oyeron algunas risas, y la mujer calló, no sabemos si destapada o tapada por alguien misericordioso que le hizo caso.



martes, 10 de agosto de 2010

El primer día de colegio (ni leer, ni escribir tampoco, y, encima, anginas de primero)




"Pero ... ¿estás segura de que tu madre vendrá a buscarte?"

La profesora me insistía. Era el primer día de colegio. Ella, mi madre, me había llevado por la mañana. Yo respondía que también vendría a recogerme. Pero estaba equivocada. Y así estuve esperando horas en el patio. Tenía que haber cogido la ruta. Mi madre, creo recordar que embarazada, me esperaba en la parada de autobús de al lado de casa, con mi hermano Juan de tres años agarrado de la mano. Al final, al ver que no llegaba, cogió el coche y se vino a buscarme, el colegio quedaba lejos.

El día había sido horroroso para mí. Y aquella tarde esperando, con la duda que de pequeño y hasta de adulto a veces te entra, ¿habré sido abandonada para siempre? Llegó mi madre por fin y me subió al 600 blanco. Rompí a llorar amargamente por la tensión, por el miedo y el desencanto, la terrible desilusión de aquel primer día de escuela.

“Que sepas que no me ha gustado nada el colegio. No he aprendido a leer ni a escribir, ni tampoco sumas y restas como tú me habías contado que iba a aprender. Y, además, me han dado de comer de primero anginas… que están muy malas…”

“¿Anginas?..." Dudó un momento "Mmmh... ¿No serán berenjenas? “ Mi madre entendió lo que quería decir.

Luego me explicó que aprender a leer, a escribir y los números no era cuestión de un día, que se tardaba un poco más de tiempo y había que tener paciencia. Llegamos a casa. Nos bañó. Cenamos. Rezamos antes de meternos en la cama como hacíamos de pequeños siempre con ella .

El colegio luego resultó ser un buen sitio. El primer día solo tuve mala suerte. Aunque fue mi madre la que me enseñó a leer, “Mallorca Pastelería ” el primer texto que identifiqué sola, por la calle, aquellas letras rojas cursivas, inclinadas y fluorescentes.

domingo, 8 de agosto de 2010

Apasionante pasto (Muchas gracias, Ilustratour)




Sábado completo intenso y domingo por la mañana, he continuado en las jornadas de Ilustratour que han sido una gozada para una lega como yo, con ganas de aprender de algo afín a la escritura, también a la búsqueda de un ilustrador para un proyecto o dos que no son de literatura infantil. Creo que estoy en vías de encontrar a ese alguien. Encima me lo ha pasado genial. He disfrutado y he conocido a personas interesantes y buenas.

El sábado por la mañana habló Satoshi Kitamura, japonés. Yo tenía una idea equivocada de lo que se hacía en Japón, más ligada al manga y gormitis, como diría Miryam. Resulta que no, que hay de todo. Luego habló un genio, un tipo que llena el escenario, divertido, ocurrente, entretenido, nos tuvo atrapados, Istvansch. Hay que ver lo que dan de si unas tijeras y una mente despierta. Después Delphine Durand, suave y magnífica, hablando con Antonio Santos. Por la tarde escuché a Antonio Gallo de Dog Comunicación hablando de marketing y estrategias en la web para ilustradores. Bien, aunque por temas profesionales ya sabía un poco de lo que contó. Luego el dueto de Elisa Arguilé y Daniel Nesquens, una ilustra, el otro escribe. Sólo he leído "Mi familia", pero voy a leer los que encuentre. Fueron moderados por Rafa Vivas. Me gustó mucho el modo en que explicaron con humor y sencillez qué hay en el sector, qué cabe esperar. Creo que dijeron cosas sensatas y a la vez animantes, o a mí, por lo menos, me animaron.

Luego conocí a gente tomándome una cerveza, antes a otros con quien me senté cerca y hablé, naturalmente. Estoy segura de que vamos a poder hacer proyectos juntos si encajamos, sin prisas pero dándole. Como Elisa y Daniel explicaron, las prisas son el peor enemigo del ilustrador y del escritor. Y a la vez, hay que saber trabajar y hacerlo con plazos -impuestos por otros o por uno mismo-, presentarse a concursos -un buen entrenamiento siempre, además de los propios plazos que implican-, ser constante y paciente, pesado con los proyectos no solo al trabajarlos, sino al moverlos, que es luego otra tarea a la que hay que dedicar tiempo. Hay que llamar 100 veces.

Mi conclusión de todo esto que hay que ser vaca: ahí de pie, pastando todos los días. ¿Sopla el viento? Que sople, yo sigo con la hierba y mirando el paisaje, escribiendo. Hay que hacerse más volumen, páginas, tener más cuerpo. En eso estamos, de ternerita a vaca. Luego ya moveremos, primero más peso, mucho más.

Hoy domigo he descubierto a una ilustradora maravillosa, Sophie Blackall (tiene blog también). Ha contado cosas divertidísimas y tiernas. Ella vive ahora en Nueva York, nos explicó la experiencia con Mika de un cadáver exquisito en el que ambos colaboraron, luego su missed connections ilustrando esos mensajes de alguien que encuentra a alguien y quiere volver a encontrarle, una cosa muy anglo, romanticismo delicado, del bueno. Siempre pienso que la literatura está en la calle, sólo hay que saber verla y atraparla ilustrando o escribiendo. Después vino Samuel Mountmounjou con unos relatos africanos. Se me saltaban las lágrimas por el contenido y por cómo los contaba. Qué bonito poder contar cuentos así, qué elegancia tiene Samuel cuando habla y qué bien nos lo ha hecho pasar. Luego el cierre con Rébecca Dautremer.

Quiero dar las gracias a Ilustatour por esta oportunidad, por haber reunido a gente tan buena, y a Nati especialmente por su paciencia y su sonrisa permanente. Nos veremos en Madrid, espero.

La ilustración que he puesto es de Sophie Blackall, de su "Missed Connections" que creo que se va a publicar en breve, atentos.

PS: Por gustarme me ha gustado hasta la música que nos han puesto en los intermedios de cada sesión de las jornadas, eso también se agradece.

sábado, 7 de agosto de 2010

Rébecca y las sombras (Vencida la luz)

He estado en Ilustrarte (tienen blog, ahí cuentan mejor lo que ha pasado estos días). Es una pena que los participantes en los talleres no hayan dejado expuestos sus trabajos más tiempo. Comprendo que quizás no haya espacio o no sea el momento, que tengan que llevárselos a casa. También que exponer es exponerse. Cuando se aprende -que es todo el rato, incluso cuando ya se supone que uno sabe- cuesta mostrarse, es arriesgado. No es por mostrarte, es que te pueden hacer daño fácilmente. Quien hace y se pone bajo la mirada ajena es más vulnerable, se hace más vulnerable. Además, exponer teniendo como maestros al lado y "exponiendo", como es el caso de Rébecca Dautremer, en la planta baja del Patio Herreriano, supone una cura de humildad constante.

Yo siento horrores no haber podido mirar con el detenimiento necesario muchas de las obras de quienes han asistido de lunes a viernes a los talleres de Ilustrarte que impartieron Rébecca Dautremer, Delphine Durand e Istvansch. Sólo he podido hacer a toda prisa fotos antes de que los alumnos retiraran sus trabajos. No sé nada de ilustración, pero me parece como lectora y aficionada que había trabajos muy buenos, personales, esforzados, mostrando en algún caso evoluciones interesantes producto del aprendizaje de esos cinco días. Querer aprender es siempre admirable.

La luz acaba de ser vencida a esta hora de la noche y una oropéndola ha cruzado el jardín de mis padres. Hemos cenado hervido. He llamado a uno de mis hermanos. Hay paz y silencio, aunque las tórtolas turcas, con su collar rojo y blanco, insistan en su uh-uh-uh-uh, siempre cuatro uhs seguidos, así todo el rato.

Repaso mentalmente lo que he visto de Rébecca Dautremer aunque hoy volveré a revisarlo. Parte de la belleza de sus ilustraciones, más allá del trazo fino y poético, se encuentra en las sombras que hace. Toi me lo explicó respecto a la fotografía: la sombra es siempre importante. Rébecca pone sombras en los vestidos, en las caras, y luego la sombra de cada personaje en el suelo a menudo. Tienen profundidad sus ilustraciones, crea volúmenes delgados o redondos, nunca pesados, muy ligeros, parece que se sostienen en el aire. En los fondos he descubierto además manchas de acuarelas que son aprovechadas. Ella misma explica en los márgenes de las ilustraciones expuestas en Patio Herreriano cómo lo hace. Y el vídeo que hay es interesante.

Luz y sombras, volúmenes rotundos o flacos que floten en el espacio, la ilustración se parece a la escritura, es otro modo de escritura al fin y al cabo. El trazo fino, rellenar con cuidado, mucha calma, juego de luces, no todo debe ser mostrado.

Tengo que dejar de escribir en el jardín, ya no veo nada. Olimpia, pese a sus cataratas, intenta atrapar a un gato que se ha colado. "Venga, Olimpia, que es un gato cobarde..."

PS: La ilustración es de Rébecca Dautremer, del libro "Cyrano".

viernes, 6 de agosto de 2010

Nivaria, el campo y nuestros antepasados ("Los últimos paganos" de Luis Díaz Viana)




Si conozco a alguien por el blog o en persona, si le escucho hablar en una conferencia o jornada, suelo acabar leyendo sus libros si escribe. Tal es el caso de Luis Díaz Viana, que moderó una mesa en Urueña. Vi un libro suyo en la libería Almudí, allí mismo, y lo compré de inmediato. Lo he leído con ganas. Parte de lo que él describe en “Los últimos paganos” es la villa romana de Puras o Adaja, el Museo Villa Romana, que está a unos pocos kilómetros de la casa de veraneo de mis padres.

Lo primero que me ha gustado es el ritmo “romano” de narración , perdón por esta manera tan torpe de expresar algo. Se trata de una carta que Antonio escribe a la muerte de Máximo recordando a su amigo esa noche. Estamos en el siglo V en España, en concreto en Castilla. “Pagano” viene de pago, antes aldea, campo. Esta Castilla nuestra todavía está llena de “pagos”. Con ese nombre, "pago", se publicitan hasta urbanizaciones enteras de chalets adosados, lo contrario a esa soledad o aislamiento de antaño.

En esa carta donde Antonio recuerda a Máximo se nos presenta Nivaria, el hogar refugio del “pagano” en el sentido también de creyente en los dioses romanos o, más bien, en la forma de vida romana. Un hilo conductor que conduce el relato es el paganismo, más como cultura o visión que como creencia en algo. Aunque si te pones a pensar ¿no es eso también un modo de fe, de creer en algo? Así parece y bien se cuenta en estas páginas.

La novela se lee estupendamente. Es elegante, pausada, medida y sobria. Me recordaba en momentos a “Los idus de marzo” de Thornton Wilder, aunque no tenga nada que ver salvo en la coincidencia romana. Creo que no puedo decir nada mejor como alabanza, lo merece.

Tiene, además, la virtud, hoy escasa en lo que se califica como “novela histórica” (aunque ésta no lo sea, es una novela a secas, mejor así, sin adjetivos), de que el autor no te inunda demostrándote lo muchísimo que de la época sabe -aunque lo sepa y se note-, sino que traza breves pinceladas. Algo, me parece, más difícil que poner páginas y páginas de descripciones y detalles a veces innecesarios y pesados.

El relato describe la figura de Máximo también como pagano en el sentido de resistente o reticente ante la fe cristiana que se va imponiendo. A través de él se percibe la manera en que el cristianismo o, quizás más bien, el cristianismo pasado por el estado o la política, podría ser visto como amenaza y elemento disolvente de lo que Roma había sido, era. Se desliza así la sensación al leer de superioridad moral o intelectual de algunos "paganos" frente a la intolerancia, simpleza de cabeza o afán de poder temporal de algunos "cristianos". Supongo yo que pudiera ser la visión de un romano pagano, aunque personalmente algo me ha chirriado a veces: no me creo "Quo Vadis" a pies juntillas, pero tampoco el relato alternativo por el otro lado. Es el único "pero..." que le podría poner acaso a "Los últimos paganos", que es una novela, ficción y parcial por lo tanto, no un ensayo que, por lo demás, también son parciales.

El contexto general de desmoronamiento que narra y la historia de los tres personajes principales, Antonio y Máximo y Cynthia, tienen una suavidad triste muy agradable y sus ratos de intriga, de ¿qué habrá pasado? Se mantiene el interés hasta el final y da pena acabarla. Hay incluso un romanticismo raro literariamente hablando. Raro por sobrio, de una sobriedad castellana o romana, quién sabe. Qué gusto da encontrar el rumor ese de fondo, imperceptible casi, de una historia de amor que no sea tópica, almibarada ni con lugares comunes o elementos previsibles, de puro marketing, contada con tan pocas palabras, tan sin explicarla, no hace falta. Muchísimas gracias.

Pero si algo emociona de todo el texto es su melancolía y la descripción de Nivaria, el lugar donde se honra a los antepasados, en sentido estricto y laxo, los dioses familiares, los de la casa, los que guardan el pasado, que eran ellos y somos nosotros a quienes ellos también guardan. Siempre en la memoria la tierra y quienes la pisaron antes. Lares, manes, penates,“Los últimos páganos” recuerda esa constante humana de rendir culto a los que nos antecedieron y de invocar su protección ligada al lugar que habitaron. La casa puede ser el lugar más sagrado, el templo donde el fuego arde.

Dice alguna crítica o la solapa del propio libro, ya no recuerdo, lo acabo de prestar, que el autor describe nuestra época. Creo que es cierto. Notas el paralelismo y deseas que exista algún lugar como Nivaria donde las alegrías y esfuerzos del campo, su ritmo, hagan olvidar el imperio que se cae a pedazos, decadente, mundano, vulgar y bárbaro: la ciudad de los hombres nunca es la de Dios, que suele habitar en el campo. Aunque, como Cynthia, se pueda creer que en Cristo todo está redimido y salvado, a veces entran ganas de echarse a un lado y de que un perro como Céfiro, el de Máximo, te acompañe mientras guardas memoria de quienes fueron e intentas honrarles. De todo esto trata "Los últimos paganos".

PS: La novela ha ganado el premio Ciudad de Salamanca 2009, está publicada por Ediciones del viento y tiene 171 páginas. Por si no ha quedado claro, su lectura es muy recomendable, da gusto.

jueves, 5 de agosto de 2010

Madres e hijas, amor siempre a tiempo


Fuimos al cine el equipo A, Josianne y yo. El equipo A son cuatro sobrinos de 13 a 17 años. Yo estaba dispuesta a ver, precisamente, “El equipo A”, entregada a la causa juvenil o la que fuera. Pero ellos me sugirieron que “las chicas” podíamos ver “Madres e hijas” que pasaban a la misma hora y entramos. Me arrepentí de que mi sobrina de 13 lo hiciese. No es película para niñas, empieza con una adolescente dando a luz, un par de escenas que no considero recomendables para esa edad, una historia compleja, para adultos. Luego un primo mío me dijo que sí, que precisamente podría ser bueno que lo viese. En fin, lo siento en cualquier caso, no me di cuenta.

Da gusto ver a la gente mayor en el cine envejeciendo no sé si con dignidad o sin ella, pero desvencijados, con arrugas y sufriendo, tal y como pasa: Annette Bening está estupenda, como Jimmy Smits y Samuel Jackson. Naomi Watts, más joven, tiene un papel lleno de registros, excelente.

La película de Rodrigo García es desoladora y espléndida, como la vida a veces: una niña entregada en adopción, una mujer que a los cincuenta no la ha olvidado, una brillante abogada que parece que no quiere que la quieran. La falta de amor, de sentirse querido o amada, produce a menudo malas artes, muy mala baba, o ser un borde, un raro o una insoportable simple y llanamente. Hay dos hombres mayores y decentes, buenos en el buen sentido de la palabra. Inspiran tranquilidad y respeto. Me gusta ver en el cine hombres que son reales y no siempre unos completos impresentables de un modo u otro. También hay otra niña embarazada y una pareja que quiere un hijo o así lo piensan. Muere una madre a la que una emigrante cuidaba con su hija pequeña al lado. También aparecen madres y discusiones de las que se tienen por diferencias de carácter, también silencios que son más graves. Sale algún destello de familias que entienden perfectamente lo que está pasando aunque no se les cuente, no les hace falta. Y hasta una "new christian" yanqui de una ingenuidad desarmante, y una ciega que sugiere que no hay que hablar ni pedir cuentas a nadie, solo estar al lado. Es una de las mejores escenas de la película, en la azotea de una casa dos mujeres que hablan.

El perdón y el arrepentimiento son dos cosas diferentes. Con el último, que tampoco es intercambiable con la simple culpa ni los remordimientos, se puede vivir a veces. Como dice la chica ciega, es como una película de ficción llevar un ser vivo dentro nueve meses. Aunque yo creo que es más impresionante llevarle dentro toda la vida como se lleva a un hijo, en el corazón de modo constante. Eso me parece que es el amor materno: incondicional y eterno, limitado también porque los humanos somos débiles y metemos la pata continuamente. Las madres tampoco son perfectas, porque son mujeres, como las hijas. Eso pasa. Sin embargo, qué calor se puede sentir de pequeño, de adolescente, llegada la madurez o sobrepasada cuando uno se ha sentido querido, protegido desde niño, alentado y también corregido por una madre presente y que sabe querer.

“Madres e hijas” es una película delicada y fuerte como lo es la maternidad que se ejerce con corazón y cabeza, con ambas. El amor siempre está a tiempo, incluso fuera de concretos dramas sobre hijos dados en adopción cuando la madre no quiere, como en cierta medida pasa. La vida nos acaba adoptando a todos y dejamos la casa materna, la madre, y sentimos pena, nostalgia. La sensación que se tiene al acabar de ver la película es que todo llega aunque no suceda nunca. La esperanza cuando todo parece vencido, hecho y acabado, o la muerte que se clava, es esa: querer es posible aunque sea de modo imperfecto y a agua pasada. Rodrigo García, director también de “Cosas que le diría con tan solo mirarla”, ha vuelto a hacer una película que conmueve.

martes, 3 de agosto de 2010

Espacio 211 DiLab /Ilustradores tusitalas ("¿Conocéis el lugar? Urueña", 5)



Al dejar el coche un día, buscando una sombra en Urueña, que no es fácil, descubro Espacio 211, una galería de arte fundida en la calle con una puerta de cristal tras la que me quedo mirando. Está cerrado. Luego con G. decido ir a visitarla, expone Javier Zabala, ilustrador. Creo recordar haber visto algo suyo en alguna parte.

Miryam Anlló nos abre. Tiene un espacio diáfano y espléndido, invita a pasar y quedarse. Javier Zabala, ahora recuerdo, ha hecho las ilustraciones para "Bartelby el escribiente" de Herman Melville, en Nórdica. He regalado sin parar libros de Nórdica. Los últimos “El capote” de Gogol y “El Festín de Babette” de Isaak Dinesen, ambos ilustrados por Noemí Villamuza que me encanta.

Miryam me cuenta qué es Espacio 211 y DiLab, el laboratorio de diseño. En una parte veo botellas de vino con sus cajas, apiladas, así se hizo la inauguración, todo cajas hasta arribe.

Me cuenta de Urueña. Ella se vino hace poco, su hijo va al colegio con los de unos peruanos que se instalaron en el pueblo. Le pregunto más de su apuesta profesional y vital, tan interesante. Da gusto conocer a gente que practica la leyenda que Esperanza nos puso al enseñarnos caligrafía: “Nada funciona excepto aquello a lo que entregamos el alma. Nada es seguro excepto lo que arriesgamos”. Miryam es para mí un ejemplo, quiero aprender de ella. Un aparador antiguo en el fondo del espacio encaja perfectamente en la arquitectura limpia y clara, la luz se cuela desde arriba. Le hablo de mi sobrino pintor, ella me cuenta de proyectos vinculados a la moda, me encanta.

Esta semana en Valladolid hay un doble programa ligado a la ilustración organizado por Ilustrarte: los talleres, a los que no asistiré, no estoy en el gremio, y las jornadas de fin de semana para quienes nos interesa ese ámbito, aunque no seamos ilustradores.

Viene Rebecca Dautremer, autora de "Princesas olvidadas y desconocidas", "Enamorarte”, “Babayaga”, “Elvis”, “Cyrano”, otros libros que he regalado a hijos de amigos y familiares. Expone su obra en el Museo Patio Herreriano estos días, el espacio donde tienen lugar los talleres y jornadas. Los que nos apuntamos a las jornadas vamos a poder ver a partir del viernes lo que han hecho quienes están trabajando en los talleres durante la semana además de la exposición de Rebecca.

Estoy buscando un socio, una socia, para varias historias que tengo escritas o a medio hacer. Creo que a alguien que empieza le puede interesar otra persona que está comenzando como yo. Uno de los proyectos es “Abuelitas malditas”, una novela corta que empecé el verano pasado y que quiero acabar éste, Dios mediante. Le he dado prioridad sobre “Novus Ordo”. Sé que tengo que acabar de escribir esto ahora, con mi madre ausente y presente, a mi lado estos días. El otro proyecto es los cuentos que componen “Cóctel” que escribí el año pasado. Tuve que sacar 5 que son los que hacen "High Maintenance", el relato con el que me dieron el accésit de Coslada el abril pasado. Así que volví a escribir otros 5 nuevos para que fueran unos 10 finales y quedasen más compactos. Tengo además un par de relatos largos en la recámara para los que quizás otra mirada sea buena, necesaria. Es posible que pueda encontrar esa mirada del ilustrador este fin de semana. No es un añadido lo que busco, ni una decoración, no es nada de eso. Es parte del proyecto en sí. La ilustración es un texto propio de por si, no es complementario de lo que otro escribe o cuenta. Es la historia, un modo de contarla, así lo veo yo en este caso. Los ilustradores son tusitalas completos.Y eso es lo que estoy buscando: alguien que quiera contar conmigo algo que los dos veamos. Si lo encuentro, fenomenal; si no, será que debo ir en solitario en esas historias, novelas, relatos o cuentos. Vamos a ver qué pasa.

domingo, 1 de agosto de 2010

El silencio que calma ("¿Conocéis el lugar?" Urueña, 4)





En el año 2003 estuve con MA en Bretaña. A la vuelta a España pasamos por Bécherel, un pueblo, una “villa” o "ville" como les llaman, dedicada al libro como hoy lo es Urueña en España. Nos encantó a las dos el lugar, sus librerías, tiendas de encuadernación o papel, pequeñas editoriales y aquellos cafés con sus bibliotecas cada uno, tan apetecibles. Era como si estuvieras en tu casa, podías coger un libro y leerlo allí mismo con un vino delante. Ahora, al visitar Urueña, he recordado lo que AK me dijo a la vuelta aquel verano, yo entusiasmada con lo que había visto: “Desengáñate, la gente en España en los bares quiere fútbol y chicas en bikini, grandes televisiones... ”. Tenía yo la romántica idea de un café como los que había visto y AK me la quitó de inmediato. Ahora en Urueña he vuelto a pensar en las tabernas, cafés o bares con lectores, especialmente tras pasar por el Portalón, el bar de Mariví.

A mí me gustan los bares y los restaurantes siempre que, además de comer y beber decentemente, se pueda hablar en ellos. Que se pueda escribir o leer es pedir demasiado. Hablar y poder escuchar es cosa difícil hoy en día por varias razones: en primer lugar, la extendida costumbre de tener una televisión encendida de modo permanente; luego, que la mayoría de los establecimientos están muy mal insonorizados, en cuanto somos unos pocos no hay quien oiga nada; y, además, solemos hablar muy alto en España. Resultado: un ruido insoportable que acaba por echarte.

En Urueña hay mucho silencio y otro ritmo, el del campo. A mí solo eso ya me parece interesante e importante. Por el silencio se paga, creo. Es un bien muy escaso. Ayer me mandó AK una noticia al respecto que, como visitante de Urueña, comparto. Quizás ese lugar, el lugar, lo será en la medida en que lo rural –en un sentido amplio- se mantenga, perdure unido al libro, a los museos, a las iniciativas culturales que hay o que en el futuro haya. A mí me parece que en Urueña lo rural y la cultura son ámbitos complementarios mientras que la segunda no sea vista como una mercancía más, sino como un cultivo del alma. Urueña podría ser un reducto hasta rentable si hay paciencia y se afina, me parece, pero no intentando competir en "mercados" culturales o de ocio, de entretenimiento, que ya están saturados, sino siendo fiel a otro tipo de espacio aún donde exista el intercambio necesario para que la gente se gane la vida.

Tengo la sensación de que hay personas que jamás irían a Urueña si lo que acaban haciendo allí es una especie de parque temático. Pienso que el valor del lugar está en sus dimensiones humanas y a pequeña escala, en lo que es el pueblo, en las personas que lo hacen, los de siempre y los que se añaden. Ese es su atractivo entre otros muchos. Llegar a quienes lo valoren, a quienes puedan llegar a valorarlo, es el tema, y serán, en mi opinión, pequeños nichos muy pensados, no mayoritarios. Urueña supone algo diferente en su "oferta cultural", por llamarlo de alguna manera, y su público será -debe ser- minoritario, no de masas, aunque quizá yo esté en todo esto equivocada.

Conozco en el bar de Mariví al alcalde. Está con tres parroquianos que me presenta. Hablamos, me cuentan, y hay en los ojos de alguien ese brillo especial cuando habla de la tierra porque la trabaja. Luego conozco a X que está en TF, muy majo. Nos dice que si queremos conocer su estudio. G y yo vamos y nos quedamos encantados. Yo pido que me adopte de inmediato. Vemos trabajos que han hecho, entre otros para Fundación Mapfre, libros, identidades visuales, gráficas, excelentes, cuidadas. Un gato nos mira desde el patio tras la ventana que llega hasta el suelo. Me fijo en lo bien hecha que está esa ventana, la albañilería redondeada por abajo, insólita, trabajo del que ya no se hace. X me dice contento que lo ha hecho su padre. Antes también me contó con orgullo, o yo lo percibí así, que ese campo de trigo que compone parte de la pequeña finca que tiene Amancio Prada al lado de la ermita de la Anunciada lo segó también su padre. Me quedé admirada de ese “jardín” que no es tal, aunque algo de árboles tiene en un lado. Si estás en Castilla lo propio, creo, de tener algo -si es que hay que "tener" algo, el campo es de todos quienes lo miramos- es un campo de trigo, y no de golf o una rosaleda británica, un césped amplio, etc., todas esas cosas en las que nos empeñamos a veces uniformando lo que en origen era variado y distinto, no el modelo americano o el que sea.

Volviendo a Mariví, hay tres cosas fundamentales en una taberna: la comida, la bebida y la conversación. No es que en relación calidad, precio y ambiente Mariví no se lleve la palma, con permiso del resto de los bares o restaurantes de Urueña. Es que en su mesón o taberna además se puede escuchar y hablar con calma. Más: me cuenta ella cómo se ha sentido acogida y cómo cuando hay mucho trabajo alguien, sin preguntar, se pone detrás de la barra para ayudarla. Mariví como Mercedes o Esperanza tienen ese ritmo de las mujeres que no tienen que demostrar nada.

En el pequeño hueco que hace de terraza en el Portalón, mirando al campo, acabo de leer lo que había empezado. Escribo luego cuatro o cinco textos a lápiz en el cuaderno sobre Urueña y lo que estos días estoy escuchando en el curso organizado por la Universidad Europea Miguel de Cervantes. Luego ya lo pasaré a esta bitácora. No hay prisa para nada.